"El susurro de las máscaras". Leyenda.
En una vieja aldea, rodeada de colinas y envuelta siempre en una bruma densa, vivía Don Martín, un hombre conocido por su rectitud y solemnidad. Desde su juventud, se había forjado una reputación intachable: era el hombre que nunca mostraba una emoción fuera de lugar, el que siempre sabía qué decir y cómo actuar. Los aldeanos lo admiraban, lo respetaban, pero en el fondo, lo temían un poco. Había algo en su mirada, siempre calculada, que lo hacía parecer más una estatua que un ser de carne y hueso. Su presencia imponía una mezcla de respeto y temor, como si su vida fuese un ejemplo inalcanzable para los demás.
A lo largo de los años, Don Martín desempeñó todos los papeles que la vida le fue exigiendo: hijo obediente, esposo intachable, padre severo y vecino ejemplar. Cada vez que una nueva máscara se le ofrecía, la tomaba sin cuestionar, creyendo firmemente que aquello era lo correcto, lo esperado. Nunca se preguntó si detrás de todo aquello había algo más, algo verdaderamente suyo. Los días se sucedían uno tras otro, en una rutina sin sobresaltos, donde la perfección era la única meta aceptable. Pero en las noches solitarias, cuando la aldea dormía y el silencio lo envolvía, a veces un pensamiento fugaz atravesaba su mente: ¿era feliz? Nunca se permitía contestar esa pregunta. Era como si un muro invisible lo protegiera de sus propias dudas, y prefería no mirar detrás de ese muro.
Pero una noche, mientras yacía en su lecho, sintió el frío acercarse. No era solo el frío de la habitación, sino algo más profundo, más final. Supo entonces que su hora se acercaba. Cerró los ojos y, en ese preciso instante, algo dentro de él se rompió. Fue como si una ventana olvidada se abriera de golpe en su alma, dejando entrar una luz que nunca antes había visto. Y en esa luz, una verdad incómoda le golpeó como un martillazo: toda su vida había sido una obra de teatro. Cada acción, cada palabra, cada sonrisa habían sido parte de un guión que nunca cuestionó. No había sido él, sino un personaje que había interpretado sin darse cuenta. Recordó las veces que había querido reír más fuerte y no lo hizo, las veces que había querido llorar y se contuvo. Recordó los sueños de su juventud, los que había abandonado para ser lo que todos esperaban de él. Esa noche, en su lecho, sintió el peso de todos esos momentos perdidos, como si cada uno de ellos fuera una piedra que lo hundía más y más.
Trató de levantarse, de gritar, de hacer algo, cualquier cosa, pero su cuerpo ya no le respondía. Solo quedaba el eco de esa terrible revelación: toda una vida vivida desde la superficie, sin haber tocado nunca el fondo de su propio ser. Intentó buscar algún recuerdo que lo hiciera sentir auténtico, algún instante en el que hubiese sido él mismo, sin máscaras, pero no encontró ninguno. Todo estaba teñido por esa necesidad de ser perfecto, de cumplir con las expectativas de los demás, de no defraudar a nadie. Y en ese momento, entendió que el verdadero fracaso no había sido no cumplir con los demás, sino nunca haber cumplido consigo mismo.
Sus últimas fuerzas se desvanecieron en un suspiro, y en ese suspiro, el peso del personaje cayó, dejando atrás solo el silencio. Pero ya era tarde. No hubo tiempo para más. No hubo un último acto de redención, ni un gesto que pudiera cambiar el rumbo de su historia. Solo el vacío, solo el silencio que lo envolvía y lo consumía. La sensación de que todo lo que había sido se desvanecía sin dejar rastro, como si nunca hubiera existido realmente.
Dicen que, en las noches de luna llena, cuando la bruma se espesa sobre la aldea, algunos aún pueden escuchar un susurro en el viento: "¿Quién soy?". Y aquellos que escuchan, tiemblan, pues saben que no es solo la voz de un hombre, sino la de todos aquellos que, como Don Martín, olvidaron quiénes eran realmente, hasta que ya no hubo marcha atrás. Es un lamento que resuena en las almas de quienes también viven atrapados en las expectativas, de quienes no se atreven a mirar más allá de las máscaras que se colocan cada día. La bruma se convierte entonces en un espejo, y en ese espejo, los aldeanos ven reflejado el mismo miedo que consumió a Don Martín. Y tiemblan, porque saben que aún están a tiempo, pero no saben si tendrán el valor de hacer algo al respecto.
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