La Herencia.


No sabían cómo había empezado todo, ni siquiera si había un principio que pudiera marcar el origen de su realidad, pero lo cierto es que desde tiempos inmemoriales las familias de la aldea se habían dedicado a trabajar los campos, y nada más. Las generaciones se sucedían como los surcos de la tierra que araban con la misma diligencia, los abuelos enseñaban a sus nietos, los padres nunca se cuestionaban las lecciones de los mayores, y los niños nacían con la certeza de que el mundo comenzaba y terminaba en las cercas del pueblo. En el centro de la plaza, una campana oxidada repicaba cada mañana, recordando a todos que debían ir a los campos, como si en la rutina del trabajo se hallase un sentido secreto del que nadie hablaba.


Quizá el destino de aquel lugar no era más que el eco de la gran campana, un eco que se perdía en los valles y regresaba siempre sin respuesta, porque a nadie se le ocurría formular la pregunta correcta. Los niños creían que, cuando fueran mayores, encontrarían el significado de las cosas, como si fuera un conocimiento que los adultos guardaban en secreto. Pero al crecer, descubrían que tampoco los adultos sabían nada, solo que se les había pedido que siguieran adelante, sin tiempo para pensar, como si pensar fuera un lujo de aquellos que ya habían cumplido todas sus obligaciones. El problema, claro está, es que las obligaciones nunca se terminaban, y cuando uno moría, otro tomaba la guadaña, la pala o el azadón y continuaba donde el anterior había quedado, sin pausa ni explicación alguna.


Había un hombre al que llamaban el Anciano, porque nadie sabía su nombre ni había visto cómo había llegado a la aldea, pero siempre estaba allí, sentado junto al pozo, observando el ir y venir de las personas, el sonar de la campana, el polvo levantado por los pies cansados. A veces se le veía sonreír, y nadie comprendía por qué. Un día, un niño llamado José, impulsado por la curiosidad que aún no había sido aplastada por el peso del deber, se acercó al Anciano y le preguntó, ¿Por qué sonríes, si aquí no hay nada que celebrar? El Anciano, que ya no temía lo que podía temer un hombre joven, respondió, Sonrío porque veo cómo cada uno lleva su propia cadena, pero ninguno sabe quién puso el candado.


José se quedó pensando, pero la campana volvió a repicar, y su madre lo llamó desde lejos, ¡Vuelve, José, el trabajo espera! Y José corrió, con la mente aún perdida en las palabras del Anciano, que parecían no tener sentido alguno. La vida continuó como siempre, los campos se araron, el sol se alzó y se ocultó, pero José empezó a notar lo que antes no veía: las cadenas invisibles que arrastraban los pies de su padre, de sus vecinos, y las propias. Sin embargo, aunque podía sentir el peso, el candado seguía siendo un misterio, y las manos que lo cerraron se perdían en la oscuridad del tiempo.


Con los años, José creció, y también sonreía algunas veces, como el Anciano, al ver a los niños correr por la plaza sin saber nada, tan libres y a la vez tan atrapados. La campana seguía sonando cada mañana, el polvo seguía levantándose en los caminos, y las cadenas seguían pasando de una generación a otra, sin que nadie supiera cómo romperlas, sin que nadie se atreviera a preguntar cuándo fue que las pusieron. El secreto del candado y de las cadenas quedó, como siempre, olvidado en el eco sin respuesta de la campana, y así el pueblo continuó su camino, esclavo de algo que nadie podía ver ni recordar.


 

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